Fotografía de Eva Vázquez, La primera vez |
A veces encontramos perlas donde menos esperamos, pequeñas joyas escondidas que cuando las encontramos brillan ante nuestros ojos y nos preguntamos cómo no hemos podido verlas antes. Hoy presento una de esas pequeñas perlas que encontré en las páginas de un periódico, El país.
Es un fragmento literario, un relato corto, de Rosa Montero a quién más adelante espero tener la oportunidad de presentar debidamente. El relato se titula Tanto tiempo perdido y os lo expongo a continuación (podéis encontrarlo en su publicación original, El País, aquí) :
Tanto tiempo perdido
La primera vez que hicimos el amor estábamos los dos algo bebidos. Nos habíamos conocido pocas horas antes y cuando me desperté ya se había ido. Una mujer sigilosa. Pensé que no volvería a verla, pero coincidimos el sábado siguiente en el mismo bar. Ahora comprendo que regresé al local para encontrarla.
La primera vez que hablamos de nuestra situación, como ella decía con desabrido eufemismo, competimos duramente entre nosotros para demostrar que no necesitábamos a nadie y que el fracaso de los anteriores matrimonios, unido a la responsabilidad ante nuestros hijos adolescentes, impedía cualquier proyecto en común. De acuerdo, no esperamos nada el uno de la otra, convinimos.
La primera vez que le dije: "Me gustas mucho", estábamos terminando de cenar en una terraza. Una pequeña brisa aliviaba la torridez de agosto y sobre nosotros brillaba una luna redonda y muy roja. Parecía una noche dulce y complaciente, pero nada más formular la frase supe que me había equivocado. Que había puesto demasiada intensidad en las palabras. Después de esa cena, ella desapareció durante dos semanas. Se hizo la difícil, alegó trabajo. Por entonces llevábamos viéndonos alrededor de un año.
La primera vez que ella me dijo: "Lo de tener dos casas es un fastidio, quizá deberíamos replantearnos la situación", debo reconocer que me entró el pánico. Deshice un viaje que estábamos planeando para festejar (aunque sin reconocer que festejábamos) nuestros tres años juntos y me marché solo a Londres. Aún peor, anduve un par de meses impertinente e inquieto. Todavía no consigo entender del todo qué me ocurrió.
La primera vez que me encontré una cana en el pubis, pensé: "Quiero envejecer con ella". Pero, por supuesto, no se lo dije.
La primera vez que, al regresar a casa, el lugar me pareció opresivamente apagado y silencioso, porque mi hijo acababa de mudarse, pensé por un angustiado momento que era un imbécil por no entregarme más, por no convivir con ella. Se me pasó enseguida.
La primera vez que ella se quejó de dolor de espalda creímos los dos que no era más que un tirón muscular. O, poniéndonos en lo peor, un pinzamiento de vértebras.
La primera vez que escuchamos la palabra cáncer de la boca del médico, intenté cogerla de la mano. Me rechazó con un furioso empellón que no le tuve en cuenta: comprendí que ella temía que las emociones la debilitaran aún más en ese momento de fatal debilidad. Y es que, a pesar de nuestra distancia, yo había llegado a conocerla muy bien. Once años de roce dan para mucho, aunque sean 11 años cautelosos.
La primera vez que ella entró en mi casa para convivir, ya no podía moverse y llegó acompañada de una cama ortopédica.
La primera vez que le dije: "Te quiero", acababan de ponerle una dosis masiva de morfina. Creo que ya no me oyó.
Y esa fue la última vez que hubo una primera vez con mi pequeña, mi amada, mi siempre añorada Catalina.
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