Un día iba en el metro y mirando a una chica me di cuenta del poder que tiene una sonrisa. Una sonrisa nos cambia la cara, nos hace bellos; siempre vemos más guapa a una persona que sonrie que a una que no lo hace.
Esto me llevó a reflexionar sobre la belleza y en qué es lo que nos hace bellos. ¿Es nuestra fisionomía? ¿Nuestra actitud? No lo se, pero en mi vena romántica siempre me ha dado por pensar que todos somos bellos, lo que a veces no nos lo creemos. Al llegar a casa escribí estas palabras intentando exponer ésta búsqueda de la belleza y, en honor a la idea que generó el relato, lo llamé sonrisa. Espero que os guste.
Hace mucho tiempo vivía, en una especie de mágica ciudad, una niña. Esta niña tenía todo lo que una persona de su edad pudiese desear: unos buenos padres, aún mejores abuelos, amigos y amigas que estaban con ella, todos los juguetes que quería y podía imaginar y cualquier cosa que pueda pasar por la mente de una niña pequeña. No en vano sus padres eran los más ricos de la ciudad y vivían plenamente para su hija, desviviéndose por ella. Mas, a pesar de esto, la niña no era feliz puesto que ansiaba la única cosa que no tenía ni estaba a su alcance: ser bella.
No es que fuese una niña fea, nada más lejos de la realidad. Cierto que tampoco era guapa, pero entraría dentro de la normalidad. El problema que tenía es que no le gustaba la cara que le devolvía la mirada cuando estaba frente a un espejo, y entonces se sumergía en un mar de lágrimas. Cada noche, antes de ir a dormir, su madre la arropaba en la cama, pedían un deseo cada una y la arrullaba con su voz mientras se dormía. A la mañana siguiente, al despertar, la niña sacaba un espejo que escondía debajo de la almohada y se miraba en él, pero al ver que su cara era siempre la misma las lágrimas brotaban de sus ojos, pues siempre pedía el mismo deseo: quiero ser bella.
Tal era su insistencia que un día la oyó un ángel que pasaba por ahí. Los primeros rallos de sol entraban por la ventana de su cuarto cuando el ángel, que estaba oliendo los rosales del jardín, escuchó los sollozos y se acercó a ver. Cuando vio a la pobre niña se le rompió el corazón y, envolviéndola en un abrazo protector, la consoló susurrándole palabras de cariño.
- ¿Qué te pasa?, ¿Porqué lloras? – Le murmuró el ángel al oído cuando la niña dejó de llorar
- Que no soy bonita
- Yo te diré cómo ser bonita – respondió el ángel mientras con un dedo cogía la última lágrima de la niña. Con un soplo la convirtió en una piedra de cristal y, arrancándose un cabello, la convirtió en un hermoso colgante que puso en la mano de la niña diciendo: “Que esta lágrima sea la última que cae porque no eres bella, y entonces serás la más bonita del mundo”.
La niña, emocionada, cogió el colgante y lo apretó contra su corazón, sintiendo la calidez de sus propias lágrimas en él. Cuando levantó la cabeza el ángel ya había desaparecido.
Pasaron los años y la niña, recordando la promesa del ángel, no volvió a llorar al mirarse a un espejo. Era difícil, puesto que cada vez que se miraba en uno la cara del otro lado era siempre la misma, más ella hacía un esfuerzo por contener las lágrimas, lográndolo a duras penas. La niña creció y se convirtió en una muchacha, pero seguía sin ser bella. Preocupada porque no se creía capaz de cumplir con la promesa realizada al ángel, mandó destruir todos los espejos de la casa, para así no tener que contemplar su rostro y hacer más llevadera la carga.
Se convirtió la niña en toda una mujercita y los pretendientes hacían cola delante de su puerta, pero ella siempre estaba triste. Sabía, aunque hacía muchos años que no se miraba en un espejo, que no era bella, que los pretendientes buscaban su dinero y cada vez empezó a flaquear más su fe en el ángel, llegando a considerarlo un sueño de su niñez, aunque cuando esto sucedía miraba el colgante y decidía seguir esperando. Llegó un tiempo en el pensó que ya había esperado mucho tiempo a que la promesa del ángel se cumpliese. Mandó buscar un espejo y se miró en él. No pudo, como había hecho en muchas otras ocasiones, contener las lágrimas, puesto que la cara que le devolvía la mirada era la misma que la que estaba en el espejo, tantos años antes. Algo mayor, pero la misma cara.
- Me engañaste – lloró, otra vez convertida en niña
- No – respondió el ángel detrás suyo, que había aparecido al oír de nuevo las lágrimas de la niña
- Si, me dijiste que me harías bella, y no lo soy
- No, yo te di la oportunidad de ser bella, pero fuiste tú la que no quisiste sonreír
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