domingo, 10 de julio de 2011

Lorena A. Falcón - El emperador (cuentos cortos)

Hace unos días hablábamos de Lorena A. Falcón y de su obra, así como de los varios libros que había publicado y de los múltiples relatos que podemos leer en su blog, Hojas de cuentos.

Hoy, aunque me gusta publicar los relatos de uno en uno, voy a hacer una excepción con su obra El emperador y varios relatos relacionados con la misma que nos sirven como introducción a esta obra. Así que lo mejor es introducirnos en su obra a través de sus propias palabras con los relatos cortos, El hechizo (publicado en su blog aquí, donde nos apuntan las historias de Klara y Rasmus) y Traición (donde conoceremos a Maja y recordaremos a Rasmus, inicialmente publicado aquí




El hechizo

       El cuarto se hallaba casi a oscuras, sólo iluminado por la luna llena que vertía su luz a través de la única ventana. Una mujer estaba arrodillada en el medio de la habitación. Dibujaba con esmero un curioso pentágono. Lo había tenido que dibujar varias veces pues no conseguía la forma necesaria, y ya se le estaba acabando la tiza. Se mordía el labio inferior casi frustrada, había pensado en todos los detalles para esa noche; pero no había tenido en cuenta la tiza, y ya no podía conjurar más, debía guardar todo su poder para aquel hechizo.
Las palabras mágicas inscriptas en el pentágono no le eran del todo familiares. Algunas de ellas las conocía vagamente y no podría explicar su efecto exacto dentro del hechizo. Pero no había tenido más tiempo para estudiarlas. El siguiente eclipse ocurriría varias semanas después de la coronación, y ya sería tarde: luego de la asunción, el poder del emperador sería demasiado grande para que lo afectara ese hechizo.
     El persistente viento que se colaba por la ventana había disuelto su peinado y su pelo se arrojaba frenéticamente sobre su cara. Se cansó de apartarlo. Ya no tenía tiempo. Debía realizar el hechizo en ese momento. Tiró lo que quedaba de tiza a un costado y se acomodó el cabello por última vez. Se paró en el centro del pentágono, mirando la luna.
Comenzó a recitar el hechizo murmurando las palabras en un tono monocorde. Mantenía su vista en la luna, sin pestañear. Los ojos empezaron a quejarse bastante rápido, todavía no estaba acostumbrada a hacer esas cosas. ¿Cómo podría estarlo? Hacía menos de un año que era estudiante de magia; y no le gustaba, para nada. Pero no podía pensar en ello en ese momento, debía mantener su mente concentrada en lo que estaba haciendo. Abrió un poco más los ojos en un gesto de asombro forzoso y elevó un poco el tono de voz.

El futuro emperador sonrió mientras terminaba de desvestirse. Ya sólo quedaban tres días. Habían pasado veinte años desde que comenzara a esbozar sus planes; diez años para planearlo todo, para prepararse. Otros diez para llevarlo a cabo. Ahora sólo quedaban tres días y sería coronado emperador: todo un imperio a sus pies. El baño ya estaba listo; los criados que se habían encargado de traer el agua caliente, esperaban a que su señor se desvistiera. A él no le gustaba que lo tocaran, por eso se bañaba solo, los criados le echaban agua a una distancia prudencial. Se bañaba todos los días, eso era algo que causaba asombro entre los miembros de la corte y malestar entre los criados; después de todo no era tarea fácil llenar una tina de agua caliente. Él podría haber conjurado el agua mágicamente, pero se negaba. Se enfureció cuando una de sus damas de compañía se lo sugirió una vez, y ya no se volvió a saber nada de ella. Momentos después estaba completamente desnudo, solamente conservaba su talismán colgado del cuello, nunca se lo sacaba, y cuando se encontraba en contacto con su piel, brillaba de una manera siniestra. Se metió en la tina e hizo una señal para que los criados se acercaran.

Ya iba por más de la mitad del hechizo. A medida que ella pronunciaba las palabras precisas, las puntas del pentágono se iban iluminado, y luego cada una de las palabras inscriptas a su alrededor. Se fueron encendiendo, una a una, con un tono azulado. Los ojos le escocían, pero ella se mantenía firme de cara a la luna. El viento le azotaba la cara y los ojos pronto empezaron a llorar. El hechizo llegaba a su fin y a ella ya casi no le quedaban fuerzas, tropezó con algunas palabras y vio titilar una punta del pentágono, pero con un último esfuerzo dijo la frase final con un grito desesperado. El pentágono se iluminó por completo, sus líneas plateadas, y las palabras que lo recorrían: azuladas.

El talismán brilló sobre su pecho, los criados se alejaron temerosos, pero él comenzó a reír. Lo sintió caliente por un momento, y luego se apagó.
“Otro más”, pensó, “¿cuántos más lo intentarán? ¿No saben ya acaso que soy invencible?”
Llamó a los criados otra vez y continúo con su baño.


Ella yacía inconsciente sobre un pentágono dibujado en el piso, en el último cuarto de una torre no muy lejana. La habitación estaba iluminada levemente por la luna que se colaba por la ventana. Debajo su brazo, una de las palabras inscriptas en el pentágono todavía titilaba.



Traición

   Bajó los escalones restantes como si ese cuerpo que dejaba a un costado no fuera más que otra roca. Guardó el cuchillo sin molestarse en limpiarlo primero, y dobló por el pasillo hacia la izquierda. Las luces del pasadizo eran tan insignificantes como las luciérnagas en la noche, pero ella conocía el camino. No habría más guardias hasta llegar a las celdas. Ni siquiera debería haber encontrado a aquel.
   “No importa,” pensó, “limpiaré después.”
   No disminuyó el paso mientras acomodaba sus cabellos y ponía en orden su ropa. Todavía no se acostumbraba a sus nuevos atavíos, aunque ya hacía casi dos meses que había sido elevada al rango de hechicera de la corte. El amuleto que colgaba de su cuello brillaba con fuerza, y cuando se acercó a la celda que buscaba, comenzó a vibrar. Ella lo tomó en sus manos, estaba caliente; y trató de controlarlo, pero éste se movía entre sus dedos como un pequeño pájaro tratando de escapar.
   —No lo lograrás —dijo una voz áspera, desde la celda contigua.
   Ella soltó el amuleto y se acercó lo necesario para ver al ser andrajoso que estaba allí.
   —El amuleto siempre me reconocerá cuando esté cerca —dijo el viejo— y querrá volver a mí.
   —Entonces hay una sola solución —dijo ella con un tono extremadamente frío.
   —¿Realmente piensas hacerlo? —preguntó él.
   Ella se arrimó un poco más, y una débil luz se reflejó sobre su enfermizo rostro, que apenas conservaba los rasgos de la hermosa mujer que supo ser.
   —Ah —dijo él pausadamente—, siempre lo habías planeado así, entonces ¿para qué encerrarme primero? ¿Tanto te regocijas con el dolor ajeno, mujer?
   —Se lo prometí —susurró ella.
   —Y harías cualquier cosa por él, lo sé; pero ¿qué cambió ahora? ¿Por qué estás dispuesta a agregar asesinato a tu traición, cuando significaría defraudarlo?
   Ella volvió a sujetar el amuleto.
   Él se rió por lo bajo.
   —Por supuesto, pero yo te advertí que no podrías usar el amuleto, sólo yo soy su amo. Podrás vestir mis ropas ahora, pero sigo siendo el maestro; ¿o acaso creíste, débil mujer, que te enseñaría todos mis hechizos?
   —No necesito que lo hagas, sólo debo matarte para poseer el amuleto, y ya no habrá límites para mi poder.
   —¿Qué esperas entonces?
   Ella miró hacia ambos lados, y sólo por un segundo se mostró nerviosa.
   —Ah, ya veo —dijo él lentamente—. No le has dicho lo que harías y buscas cómo cubrirte, bien, yo no te ayudaré.
   Ella se acercó a la reja, y la abrió con un leve toque.
   —No saldré —dijo él.
   —Lo harás —dijo ella empuñando un puñal.
   —Veo que has practicado —dijo él sardónicamente.
   —¡Sal!
   —No.
   Ella tomó el amuleto hirviendo con su mano libre.

   —¡Sal! —repitió.
   El hombre comenzó a andar con paso torpe; como si toda su energía estuviera destinada a alimentar el odio de su mirada. Avanzaron lentamente hasta la escalera. Allí, él se detuvo y se volvió hacia ella, con una sonrisa malévola.
   —Las profecías siempre se cumplen —dijo.
   —No ésta —dijo ella.
   —Todas se cumplen, siempre, de una manera o de otra, lo hacen —su voz fue tan dura que las piedras de las paredes parecieron temblar—. No hay forma de salvar a tu amante.
   —No, esta profecía no se cumplirá —repitió ella.
   —Pequeña —dijo él volviendo al apodo que usaba cuando ella era su aprendiz—, ya se ha cumplido.
   —¡Mientes! Lo dejé a salvo, en su habitación.
   —¿Y cómo sabes que no salió?
   Ella dudó por segunda vez frente a ese hombre, y lo odió por eso; su antiguo maestro siempre conseguía hacerla dudar.
   —Las puertas están cerradas, con algo más que cerraduras.
   —No sólo hay puertas en el castillo, mujer —dijo él con un horrible tono alegre.
   —No, no —repitió ella y casi sintió el deseo de dar patadas al piso como solía hacer cuando era pequeña—, yo lo hubiera sabido, lo hubiera visto.
   —Y lo hiciste —dijo él.
   —Estás delirando —dijo ella—, demasiado tiempo en esa celda.
   —¿Acaso no le enseñaste a crear una máscara de sí mismo? —dijo él, ignorando su comentario—. Yo mismo te enseñé ese truco.
   Los ojos de ella se abrieron de par en par sin que pudiera controlarlo.
   —Mira hacia el suelo —dijo él con una sonrisa torva.
   El puñal tembló en su mano y cayó al piso antes de que lo hiciera ella cuando reconoció el cuerpo. No era un guardia al que había matado; era su amante.
   —¡No! —gritó—. ¡No puede ser! ¿Qué estaba haciendo él aquí?
   —Vino a verme a mí.
   —¡Tú lo planeaste!
   —No, fuiste tú; y sólo tú —rió él.
   —No lo reconocí —balbuceó ella—, pero debería, el amuleto debería haberme dejado...
   —Pero el amuleto sentía mi presencia y es tan traicionero como tú.
   —¡Cómo tú me enseñaste! —dijo ella entre dientes.
   Él rió.
   —Sí, te enseñé bien; tenía mejores planes para ti —suspiró con algo de tristeza—, pero el destino quería esto para ti.
   —¡Tú lo sabías! —gritó ella—. Sabías que sería así como sucedería, ¿por qué no me lo dijiste?
   —Porque sino él no hubiera muerto, ¿y cómo podría yo acceder al trono si el único heredero seguía vivo?
   —Pero ahora morirás tú también —dijo ella levantándose de un salto, nuevamente con el puñal en su mano.
   Él hizo un leve gesto con la mano, y el amuleto brilló con más intensidad. Ella se detuvo, petrificada.
   —¿Qué sucede?
   —Lo que te advertí que sucedería si alguien se atrevía a usar el amuleto en mi contra —dijo él con calma—. Tiene mi esencia, y lo sabes, ¿acaso no me conoces?
   —Eres un bastardo traidor.
   Él se rió en silencio mientras se acercaba a ella.
   —Traidor... como todo lo que hay a mi alrededor —dijo él, acariciándole la mejilla. Su mano bajó hasta el cuello y le arrancó el amuleto, luego, se dio vuelta y comenzó a subir las escaleras.
   —¿Qué vas a hacer conmigo? —dijo ella, todavía no podía moverse.
   Él se dio vuelta nuevamente, y le miró esbozando una media sonrisa, luego miró al cuerpo a sus pies:
   —Ya hice todo lo que debía.
   Sin decir más, siguió subiendo los escalones. Ella lo miró desaparecer tras la puerta que lo conducía a la libertad.

La semana que viene publicaré el relato entero, El emperador. Los impacientes podéis encontrarlos en su propio blog, aquí.

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